El último día
El día del fin del mundo salí de mi
casa por la mañana para mirar por última vez las nubes, los árboles y las casas
circundantes. Las calles estaban vacías porque las personas desconcertadas se
guarecían en sus viviendas. Los pájaros no cantaban y los perros y gatos yacían
silenciosos y asustados en los rincones.
Abrace
a mi esposo y a mis hijos, mientras nos decíamos cuanto nos amábamos.
Departimos con la misma tranquilidad y amor de todos los días. Incluso hicimos
planes porque sabíamos que la esperanza sólo termina cuando se concluye la vida
y en ese momento no había acabado aún.
Reflexioné
acerca de lo que hubiera cambiado, la apatía de todos los días, el voltear la
cara a las desigualdades e injusticias por temor a evidenciarme y exhibir una
impotencia que me rebasaba. Ese transcurrir cotidiano realizando acciones
superfluas contrarias a mi forma de sentir y de pensar.
Pensaba
en mis hijos, me conmocionaba la espera del trágico desenlace, de esa situación
que no podía revertir ¡Han vivido tan poco! ¡Cómo quisiera tener la oportunidad
de cambiar el momento del día final para que ellos pudieran seguir disfrutando
de la vida! Curiosamente consideraba también la brevedad de mi propia
existencia, porque en pensamiento casi siempre estaba en otro lado, mientras me
hablaban y me miraban sólo fingía estar presente. No disfrutando del momento,
no viéndolos sonreír emocionados comiéndose un helado o jugando con sus amigos.
Además
estaba asustada, constantemente huía del dolor y de la felicidad. Sobrevivía
sin grandes emociones ni impredecibles sorpresas. Lo habitual constituía una
barca a la cual asirse para no caer en la tentación de lo extraordinario y para
evitar aquello que consideraba que no podía manejar.
¿Rezar,
orar, maldecir para qué? Me sentía triste por mí, la familia que con tanto
afecto y esmero habíamos formado y en la que creíamos, los demás seres y el
mundo.
Finalmente
decidí que cuando todo terminará, abrazaría a mis hijos y a mi esposo, les
cantaría con ternura y amor como lo hago en las noches en que me lo piden.
Dejaría de fijarme en mi corazón herido para sumergirme en sus almas y en sus
corazones. Miraría sus rostros y recordaría cuando me decían que querían llorar
de felicidad al percibir lo agradable de un sabor, un olor o una textura, con
la simpleza de extasiarse en el goce de lo sencillo y de la naturaleza.
En
cierto instante, al igual que ellos, moriré con el mundo, pero también renaceré
con él.
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