- Get link
- X
- Other Apps
Juventud en Octubre
Mi
infancia fue interrumpida. No recuerdo mucho. Aún despierto por las
noches, sudando, gritando porque sueño, aunque realmente son
pesadillas. Esos ojos mirándome, con las venas gruesas e inyectadas
de sangre preguntándome “niño, ¿estás bien?”; Es para mí una
pesadilla revivir aquella tarde en la tienda de don Apolonio. Con el
tiempo me he acostumbrado. Uno termina acostumbrándose a sus
demonios y miedos. Tengo más de 65 años pero siento que he vivido
dos siglos, es asombroso cómo unos breves minutos pueden parecer una
eternidad. Y más cuando eres un niño de tan solo 9 años.
Mientras
comienzo a escribir este relato viene a mi mente mi madre. ¡Cielos!,
aún recuerdo su perfume, el último aroma que pude percibir cuando
se despidió de mí. Mi mamá era una madre soltera. Bueno, en este
caso se aplica el término soltera cuando la figura paterna se
comporta como otro hijo. Ella a veces lavaba ropa ajena y su último
trabajo fue que se había registrado como voluntaria en una clínica,
aunque por lo que sabía ella recibía como paga lo que los pacientes
podrían pagarle, que estaba a 15 minutos de nuestro hogar; más
tarde supe que fue una mentira.
Sin
embargo la clínica era real pues ahí se atendían casos de
emergencias, una vez me llevó mi mamá de emergencia porque de
pequeño, según me contó, comí el pasto verde del jardín de la
casa porque, según sus palabras, le dije que pensaba que eran fideos
verdes.
Mis
ojos se humedecen al revivir ese momento.
Recuerdo,
tal como mirar a través de una neblina matutina, que en algunas
ocasiones ella cambiaba y limpiaba a mi padre cuando llegaba
borracho, su vómito y la orina de sus pantalones. Cuando lo hacía
me miraba y aunque era pequeño recuerdo que sus ojos decían e
irradiaban un anhelo fortuito: “no te hagas como él”.
En
ese último día que vienen a mí los recuerdos, mi madre se despidió
de mí no sin antes dejarnos el desayuno listo. Mi desayuno favorito
era avena caliente con rebanadas de manzana, canela y pasas. Mientras
me devoraba el plato, el primero de tres de hecho, en las noticias
informaban de movimientos violentos
por
la zona llamada “Plaza de las tres culturas”. En esa plaza solía
ir con mi madre a caminar por las tardes. Recuerdo lo feliz que me
sentía con ella, ir tomados de la mano, ver los palomos volar a
nuestro camino, los locales de comida, la paz que se vivía; la paz
que ambos sentíamos de compartirnos el momento uno del otro como si
ambos fuéramos un par de tontos disfrutando de su juventud.
Juventud,
como la palabra de mi canción favorita.
Es
como si un terrible presagio nos daba la oportunidad de disfrutar los
momentos que pronto serían quitados.
No
puedo evitar que mis ojos continúen húmedos, el recuerdo aún
persiste y vive a través de los años. Estoy seguro que si perdiste
a tu madre o padre entenderás a lo que me refiero.
En
el hogar, en la última mañana que disfruté de un plato de avena,
mi mamá echó una mirada, antes de partir a la clínica, a mi padre
quien se encontraba plácidamente roncando en el sillón dejando que
el alcohol circulara plácidamente por sus venas. Puso los ojos en
blanco y se volvió hacia mí, me dio un beso en la frente y me dijo
“me voy al trabajo, te portas bien y no salgas. Puede ser
peligroso.”, me persignó, salió con su uniforme de enfermera y
desde la puerta me guiñó con su ojo izquierdo y se puso su cofia.
Irradiaba de hermosura, su cabello café claro lucía espectacular
con los primeros rayos solares.
Esa
fue la última vez que mi madre me persignó; esa fue la última vez
que la vi.
Después
de que nos despedimos, regresé a la cocina y prendí la radio. La
música no era mala, llevo en el alma la década de los sesentas
aunque la música de los ochentas no está mal. Estaba enamorado de
Lorenza Lory, “juventud juventud”, me encantaba esa canción,
cázala
llevando en los labios un canto de amor.
En
mi mente es nítida la imagen de aquel niño sentado en la cocina,
desayunando un suculento plato con avena escuchando a su artista
favorito. Pero mi hermano
se
ha despertado (recuerden que mi padre era como hijo más para mi
pobre madre)
-
Buenos días, padre.- dije cortésmente.
-
¿Qué tiene de buenos, estúpido?- Respondió crudamente porque
precisamente pasaba por una de esas, cruda. Como ya estaba
acostumbrado a lo frecuente de su estado, no le di mucha importancia.
-
Hace rato dijeron por la radio que de ser posible no saliéramos, que
permanezcamos en nuestras casas, ¿sabes algo al respecto?- Le
pregunté sin ver su rostro.
A
veces la vida te hace madurar a temprana a edad. Hay cosas que un
niño debería hacer antes de entrar a la adolescencia: jugar con
yoyos, andar en bicicleta, jugar a las escondidas y las tradicionales
como comer tierra (o pasto de la casa), beber agua por la manguera,
rasparse, trepar árboles y darse buenos porrazos. Cosas por el
estilo. En mi caso tuve que aprender a convivir con una madre
trabajadora que salía a las 7 de la mañana y regresaba a las 8 de
la noche y también, pues, lidiar con mi hermano.
-
¡Delincuentes!, eso es lo que son. Todos y cada uno de esos que
andan bloqueando las calles. Deberían de castrarlos.
Sí,
ese es mi padre-hermano. Aunque su pensamiento revolucionario
ya
no me impresionaba, algunas veces me preguntaba cómo un ser humano
podría llegar a terminar así.
Mi
padre trabajaba de albañil. Hacía bien su trabajo por lo que
constantemente era contratado para hacer varios arreglos. Una vez nos
presumió que destapaba los lavabos de varios artistas y políticos
de la localidad, que a cambio de su silencio le permitirían
recomendarlo con otros más clientes de igual o mayor alcurnia.
Verdad o mentira, comida siempre había en la mesa.
Y
alcohol.
Como
dije, la vida te hace madurar rápido pero aún para un niño, desde
mi perspectiva, sabía que las cosas no estaban bien tanto en casa,
pues recientemente mi padre pasaba más horas sin hacer algo y una
madre que las últimas veces ya no lo miraba. Los movimientos en las
calles: habían militares y policías por las colonias, algunas veces
se escuchaban detonaciones y gritos.
-
Tú cabroncito- giré en mi silla para mirarlo pues era su momento de
padre cual maestro oriental de montaña- jamás seas como esos
revoltosos y piojosos, son unos flojos, no quieren estar en la
escuela, el sistema existe y es por una razón. Si no hubiera
sistema, esto sería un caos, fuéramos gobernados por burros e
ineptos. Por eso todo vale pura madr…
Mis
ojos miraban al vacío mientras: a) recibía la sabiduría de una
persona que las 20 horas al día se la pasaba detrás de una botella
o en coma etílica y b) vomitaba lo que fuera que tenía en sus
entrañas.
-
Iré con don Apolonio- dije sereno e indiferente a la escena -
regreso antes del mediodía. Me levanté y esquivé a la figura
paterna que aún no recuperaba de las contorsiones estomacales.
Don
Apolonio era dueño de la tienda de la esquina. Era joven con bigote
poblado, piel morena, según recuerdo no mucho mayor que mi madre.
Era de espalda ancha, llevaba levantadas las mangas de su camisa
hasta los codos, una me vez me dijo que era para impresionar a
los delincuentes potenciales pues era asaltado frecuentemente.
Se
decía que tenía una escopeta guardada en algún lugar del local.
Nunca me atreví a preguntarle.
Siempre
que iba a comprar refrescos me obsequiaba alguna fritura o chicle
bomba para el camino de regreso. No recuerdo que haya sido mala
persona conmigo, o con alguien para ser precisos, porque siempre
tenía algún buen consejo para mí; además porque el local de
enseguida tenía una zona de lectura que me encantaba.
Bueno,
está bien tengo que aceptarlo, me gustaba la chica que atendía. Me
recordaba a Lorenza Lory.
-
Buenos días, don Apolonio.- dije muy efusivamente.
-
Hijo, ¿qué haces aquí?, ¿no escuchaste las noticias?, no debes
salir a la calle. Puede pasarte algo con todo eso de los movimientos
estudiantiles y la policía.
-
Sí, escuché en la radio pero, bueno, quise alejarme un poco de la
casa, me entiende, ¿cierto?
-
Claro que sí, tu santo padre.
-
Santo padre de la bebida- dije sonriendo.
-
Pero no debes salir. He escuchado que habrá fuertes movimientos, los
militares están saliendo y cada vez son más, la policía aún
permanece en la zona, pero cuando ves a cientos de los verdes es que
habrá problemas.
Mientras
me decía esto don Apolonio y pagaba una gaseosa, a lo lejos se
escucharon gritos, gritos de jóvenes. Solo pude distinguir «...rno
corrupto»
-
Sí, creo que esto ya me está dando miedo, don Apolonio. Creo que
mejor me voy a mi casa.
-
Es lo mejor, pero antes de que te vayas, toma esto.
Una
medallita (después supe que era la imagen de San Luis Gonzaga). Pude
ver cuando la sacaba del bolso de su pantalón, tomó mi mano derecha
y la puso en ella. Brillaba, no era nueva, pero aun así el esplendor
era espectacular.
-
Gracias, don Apolonio.
-
Cuídala y cuida de tu madre, hijo.
-
Lo haré.
-
Bueno, también de tu padre, no será perfecto pero tu padre al fin
es.
Sonreí
con su último comentario y salí corriendo mirando la medallita. Esa
fue la última vez que vi a don Apolonio.
Es
triste para mí en estos momentos pensar que a las personas las
puedes dejar de ver en cualquier momento. Me produce una profunda
melancolía pensar que mañana no esté aquí y no pude decir lo que
tenía que decir (o hacer): ¿cómo me despedí de mi padre?, ¿cuáles
fueron las últimas palabras?, ¿dije algo por el cual me
arrepiento?, ¿cuántas oportunidades tuve para decir te
quiero
a
esa persona?, ¿cuántas oportunidades tuve para ser y hacer feliz a
las personas?
Al
llegar a la casa encontré a mi padre dormido en el sillón con el
televisor encendido mientras transmitía un partido de fútbol. Me
asomé a la cocina y efectivamente había mucho que limpiar: platos
sucios, mesa manchada y un charco de vómito que permanecía ahí
esperando generar vida propia. Puse los ojos en blanco, suspiré y me
puse en acción.
A
la mañana siguiente, parece que el tiempo de un niño con vida
adulta pasa rápido, fui despertado por gritos y disparos, mi padre
entró a mi habitación (aún siento su tufo alcoholizado en mi cara)
-
Cabrón, vámonos.
-
¿Qué pasa?- dije adormilado.
-
Son disparos, se acercan los polis, arréglate y vámonos.
-
Mi mamá, ¿dónde está mi mamá?
-
¡Qué te levantes con una…!
No
terminó la frase porque lo hizo callar un disparo seguido de grito
ahogado. Me recuerdo poniéndome un calzado deportivo y la mano de mi
padre apretando mi muñeca, sacándome de la cama y con mi ropa para
dormir aún puesta; mis ojos entreabiertos buscaban a mi madre. No la
encontraba.
Mis
ojos al fin se despertaron y vieron a decenas de personas corriendo
por las calles, caras de miedo huyendo. Niños, como yo, padres como
el mío, buscando refugio de aquello que producía miedo y horror.
Una persona cayó.
Todos
nos detuvimos, había sangre, ojos abiertos cuya miradas se dirigían
hacia el cuerpo inerte de Luisa, la hija de nuestra vecina de tan
solo (según recuerdo) 6 años. El grito ensordecedor de los padres
ante el cuerpo de su hija fue de ultratumba. La madre también cayó.
«Nos están disparando, directamente a nosotros», pensé.
Mi
cerebro no terminaba de procesar lo que estaba pasando, como había
dicho un niño puede madurar rápido, pero ser testigo de cuerpos
cayendo y charcos de sangre es algo que daría a cualquier psicólogo
una buena jubilación.
Mi
padre rompió mi estado catatónico al tomarme de nuevo por las
muñecas y retomar la huida. A lo lejos vi a unas mujeres con
uniforme de enfermera, me solté de mi padre y gritando me dirigí a
ellas: “mamá”. Pero fue un error. Ninguna de ellas era mi madre.
Mientras
enfrentaba a mi error, mi padre-hermano caí al suelo.
De
repente me sentí solo ante el mundo, todo me daba vueltas, me sentí
como un espectador dando giros de 360 grados observando la obra de
arte digna de un artista medieval. «¡Don Apolonio!», pensé y me
dirigí hacia su local.
El
lugar estaba abierto y olía a algo quemado, como a carne chamuscada
o carbonizada. Ignoraba los llantos de la gente, mi mente trataba de
no escucharlos. Entré sin darme cuenta el bulto oscuro que
descansaba en la entrada, pues solo me oculté detrás del mostrador
con una vista perdida y sin dirección solo viendo hacia un solo
punto. Me deslicé y mis rodillas las tenía en el pecho, aún
recordaba el momento, fue ayer cuando don Apolonio me dio la
medallita…¡La medalla!
Metí
mi mano izquierda, la saqué de mi bolso y me tapé con ambas manos
mis oídos. Quería que todos esos ruidos desaparecieran. Incluso,
recuerdo, tararear la canción “juventud juventud” una y otra vez
“juventud juventud”.
Cerré
mis ojos, me balanceaba como péndulo, mi mente estaba enfocada en
una canción cázala
llevando en los labios un canto de amor,
pensaba en mi madre, cerraba con fuerza mis ojos para callar los
ruidos de afuera. Mientras, sin percatarme, entraron algunas personas
al local haciendo ruido a lo que más tarde supe que eran militares
con sus rifles y cuarteleras, creía que esos ruidos venían de la
calle.
Unas
fuertes manos me levantaron y lancé el alarido más grande de mi
vida. Miré unos ojos inyectados de sangre que tenían frente a mí y
me preguntaron, “niño, ¿estás bien?”. Sentí como mis ojos se
abrieron como platos. Me oriné encima. Todo se puso negro y hubo
silencio.
Mi
infancia fue interrumpida como inicié a escribir esta memoria.
Terminé en casas hogares, en familias que perdían la esperanza en
mí y me volvían a abandonar, pues solo estaba en silencio, aislado
de aquella realidad, esperando que me dijeran que mi madre me
buscaba.
Psicólogos
platicaban conmigo, cuestiones de duelo,
no es tu culpa y adelante, tiempo al tiempo
y
cosas por el estilo me decían.
Los
años pasaban y yo seguía siendo el mismo niño que se ocultó tras
ese mostrador y que a veces lo despertaban los gritos y...aquellos
ojos inyectados de sangre que preguntaban: “niño, ¿estás bien?”
Y
así cuando, en efecto, el tiempo hizo lo suyo y tenía la edad lo
suficiente para conocer la verdad, más o menos a los 18 años, se me
acercó el Dr. Rey, un viejo psicólogo, calvo y lentes redondos,
quien nunca perdió la esperanza en mí. Me explicó el resto de la
historia que ignoraba. Recuerdo que fue franco pero con un tacto como
solo alguien allegado a uno puede ser.
Tu
madre no era enfermera, era una lideresa del movimiento estudiantil.
Había ciertos grupos que usaban “códigos” para hacerse
identificar entre ellos, por ejemplo: plomero, bolero, enfermero o
algún otro oficio que no llamara la atención de los demás. Murió
cuando en el salón que estaban reunidos estalló una granada. Según
voces, se piensa que alguien avisó a cambio de un puesto en el
gobierno.
Tu
padre murió instantáneamente tras recibir un balazo en la parte
posterior del cráneo, la bala no salió.
La
razón por la que pudiste entrar al local de (recuerdo
que buscó bruscamente entre hojas de papel)
Apolonio
Méndez es porque varias granadas fueron lanzadas mientras él
cerraba su negocio. Algunos testigos afirmaron que traía una
escopeta al momento de bajar la cortina metálica que, según
informes, “pensaron que iba a disparar contra las personas”.
El
soldado que te rescató, después de todo no todos fueron iguales,
entregó esto al doctor que te atendió y la guardé para dártela
cuando estuvieras listo…
La
medalla. Después de todo este tiempo sigue conmigo. Me acompaña en
esta casa de retiro. Debido a mi edad y mis traumas
de infancia,
me declararon una persona mentalmente inestable y el gobierno paga mi
hospedaje.
Mi
medalla.
La
limpio frecuentemente para evitar que el sarro oculte la imagen. San
Luis Gonzaga. Patrón de la juventud. De mi juventud.
Pero
no todo es malo. Aunque a veces despierto gritando y con las sábanas
mojadas de sudor, no todo está mal. Me refugié en los libros, tomé
amor a la literatura e historia (tengo especial fascinación por los
temas del 68).
Aquí las personas han sido buenas conmigo. Tengo de vecino de cuarto
a un viejo ex oficial de una caseta de policías, Octavio; el pobre
pierde su memoria y está atrapado en el pasado reviviendo el momento
cuando sus compañeros fueron acribillados por un delincuente; es una
historia que vale la pena contar en otra ocasión.
Sin
embargo Octavio no es el único. Mi mente también comienza a fallar.
Por eso escribo en este cuaderno todo lo que recuerdo de ese octubre.
En
estos momentos que termino estas líneas, El Haragán canta diciendo
que la
culpa es de la sociedad y del medio y por eso el niño no lo mató.
Sonrío y pienso que los niños jamás serán los culpables. Jamás
seremos culpables.
Y
de esta manera concluyo mi memoria.
Dejo
el lápiz a lado, cierro el cuaderno y mis ojos para sentir la tenue
brisa que proviene de la ventana; sentir que acaricia las arrugas de
mi rostro, mientras en mi mente se reviven de nuevo las imágenes que
acabo de escribir.
Recuerdo
una dulce melodía, “juventud juventud”, y empiezo a tararear
cázala
llevando en los labios un canto de amor.
FIN
Comments
Post a Comment