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Cuando abrió los ojos,
aún podía sentir el frío metálico invadir su calidez.
Carolina, despertó
sintiendo esa tristeza escurridiza que ya no la abandonaba, ni siquiera en los
terrenos del imponente Morfeo. Era ya, lo mismo si se quedaba despierta o no.
Los senderos líquidos recorrían sus mejillas y ese vacío que le apretaba los
intestinos, parecía no tenerle piedad.
Su mente mordía con
fiereza el recuerdo de la sangre que la llenaba de culpa, que no la dejaba
respirar con libertad.
A lo lejos del borde de
su cama, brillos y brincoteos de una pantalla anunciaba a Mamá, se repetían al ritmo de una melodía que ella había elegido y
que, sus oídos no alcanzaban a distinguir. Parecía que el sentido del sonido
la había abandonado. Estiró una mano, lejos de su posición enroscada y perdida
entre almohadas sólo para finalizar la llamada sin contestar.
La memoria de ese
cuarto blanco y cortinas azules la estiraba y contraía como una ventosa que la
revolvía. Como si la extremidad de un calamar gigante la quisiera elevar sin
éxito alguno, así que, el tentáculo lo intentaba de nuevo oprimiéndole la cara
y el cuerpo. La sensación de sentirse indefensa la acosaba desde todos los
ángulos.
El viento de dicha
habitación acababa por aventurarse en su intimidad, más de lo que ella hubo
deseado. Apretó los dientes y aguantó. Soportó la mirada de su juez y verdugo
de su alma, mientras este le retorció sus adentros para purgarla, para tratar
de devolverle su vida, en lugar de quitársela.
Carolina, cerró los
parpados y ya no quiso volverlos a abrir. Al final, caminó entre pestañeos
cortos y siempre mirando al suelo, acobijada por la vergüenza que le lamía los
pensamientos. Los cerraba cada vez más fuerte con cada paso, pues el dolor que
le quemaba las entrañas era agudo y picaba como si le hubieran dejado un panal
de abejas furiosas en su interior.
Había sido tanta la
invasión, que sintió su espíritu ser destrozado como si fuera de papel. Le
robaron su esencia de mujer y sintió que su valor se había quedado pegado
entre las capas de lodo, que se queda entre las grietas de la banqueta.
Sabía que tomó la
decisión correcta, pues en su juventud floreciente, tan sólo veinte, la
universidad y su trabajo de medio tiempo como barista del centro comercial
cercano a su casa, no le dejaba mucho futuro que ofrecer a nadie más. Pero aún
así, eso no borraba la culpa, la tristeza, el ahogo de saliva al respirar.
Había pagado con
dificultades su descuido, embellecido y falsificado por promesas que se
evaporaron, como agua hervida, en la cazuela de la mentira. Su inocencia había
sido degollada mientras ella miraba sin poderlo detener.
La pantalla volvió a
destellar, le avisó con apuro que su presencia, aunque le parecía pequeña en
esos momentos, era requerida por alguien más; que para otra persona en el
mundo, si importaba y esa, era su madre.
Las lágrimas no dejaban
de correr, como si un grifo descompuesto no se pudiera cerrar dentro de sus
ojos tambaleantes. Mamá, palabra que la aterrorizaba y al mismo tiempo, la
necesitaba más que nunca. El miedo le arrancaba la valentía de la misma forma
en la que le habían arrancado al pequeño ser que la abrazó en unión
simbiótica.
Tomó el teléfono entre
temblores que la hacían querer morir.
-¿Bueno? ¿Mamá?
–contestó lenta y temerosa.
–No, no estoy bien
–dijo llorando- Tenemos que hablar.
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