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Jakob Buhl sostiene a su esposa, Katrine, con sus brazos atados alrededor de ella, y con su frente contra la suya. Le tararea la melodía y canta la canción con la que le prometió vivir y morir por ella.
Si fuera por él, desearía quedarse a su lado, poder disfrutar de su embriagante cuerpo en ardiente pasión, y dormir en calma en la misma cama para despertar al día siguiente a su lado, como si no tuviera preocupación alguna en la vida, pero cuando ve fuera de su ventana, ve como el sol se empieza a ocultar sobre las montañas del horizonte, y el cielo se vuelve cada vez más de un tono profundo de azul, y las primeras estrellas comienzan a aparecer.
Desde el inicio del solsticio de invierno, cuando el sol tarda en salir y se oculta temprano, vivir se ha vuelto una complicación en todo el continente, las noches son peligrosas y han crecido mortales. El ocaso se ha vuelto una señal de todos los padres para ocultar a sus esposas e hijos dentro de sus casas, de cubrir cada puerta y ventana con una línea de sal, de empuñar una vez más el hierro y la plata, pero sobre todo, de encender una luz que te guíe a través del manto espeso y devorador de la oscuridad, y reza por lo que sea que se esconda dentro de ella, ya sea el dagovos de cien colmillos, o el pequeño inagarakos con su cuerpo reptante, no huela tu esencia o tu miedo.
Los amaneceres solo dejan los vestigios de la devastación y masacre de las bestias originales. Pocos son los que pueden decir que sobrevivieron a los acechos de merodeadores nocturnos, y aun menos son los que conservan todos sus miembros intactos. Muchos otros no pueden decir nada, y su único vestigio en el mundo son los murales y caminos de sangre que salpicaron al ser devorados y asesinados.
Los pueblos, villas y ciudades están en constante guerra contra las fuerzas de la naturaleza. No solo tratando de lidiar con las rutinas y necesidades de la gente en tiempos de escasez, sino con las interminables hordas de depredadores.
Así es en todos lados, de norte a sur, menos en las tierras dentro del reino de Phalkos; el valle del sol, seno de paladines e hijos del dios Belaar, el león blanco.
Y Jakob Buhl es el hijo favorito de este reino, el príncipe heredero a su anciano padre.
Mira a los ojos de Katrine, en ese azul reflejante y hermoso que se doblega en su ceño y sus labios que se doblan como un arco en tristeza. Con su mirada entabla la conversación de cada noche:
<<¿No podrías quedarte? ¿Dejar qué alguien más se encargue?>>
Y Jakob le responde con la misma mirada seria y decidida de siempre:
<<No puedo abandonar a mi gente nunca.>>
Lentamente, su agarré va soltándola, y es ahí cuando se acerca a la puerta, dispuesto a irse, pero se voltea hacia ella y le lanza un último vistazo:
<<Esta noche, peleare por ti.>>
Dejarla sola siempre es la cosa más dolorosa de cada día, pero no puede detenerse a sufrir. Recorre el sendero laberintico del castillo central de la ciudadela, subiendo los escalones caracol hasta llegar a la cima de la torre, y con una antorcha siempre prendida, enciende en brasero.
Un estandarte flamígero, brillando ámbar, tan alto que todos pueden verlo, un símbolo de que la lucha más intensa esta por empezar, una promesa de que cuando vuelvan sanos y salvos, él lo apagará, una luz en la oscuridad. Y después otro se enciende, más abajo en la villa, fuera de los muros de la ciudadela, y otra después de esta, y una más y así hasta que son más de una docena en todos lados.
Al ver el último iluminado, no puede evitar sentir más que confort, pero sabe que eso no es todo, es apenas el inicio de la velada.
Las puertas de la ciudadela se cierran cuando Jakob sale montando a caballo en su armadura de cadenas, y a su frente, cinco caballeros le esperan también montados.
— ¿Preparados? —preguntó Jakob
— “¿Preparados?” —dijo Garryk— Nosotros somos los que te hemos estado esperando.
— ¿Todo bien en el paraíso? —preguntó Marija.
— Tu hermana está bien, todo está bien.
El silencio se zurció sobre el aire durante un segundo, la palabra “hermana” arma ese escenario inusual, una relación más complicada que la cómoda amistad que esos seis forjaron en el inicio.
— Entonces, ¿Qué tal si nos vamos? —dijo Warren.
— Andando.
Mientras pasaban por los alrededores del pueblo, farolas y antorchas se iluminaban como luciérnagas al anochecer.
Las puertas y ventanas se cerraban y colgaban lirios de ellas, lanzaban líneas de sal, y más de uno saludaban a este quinteto al pasar.
Mientras van saliendo de los límites del reino, Abel y Elliot, cada uno en costados opuestos disparan sus flechas incendiarias a las alturas; vuelan lejos como cometas, guiándolos a lo desconocido.
Al entrar en las llanuras del exterior, bajan de sus monturas y se preparan. Desempacan un par de cosas de sus costales: un par de frascos de aceite, esferas de cristal llenas de pólvora, ballestas y sus virotes, cadenas de hierro, y una caja de madera.
Abandonan a los caballos en un establo de un granjero el cual ha prometido cuidarles hasta el amanecer a cambio de protección. El resto de camino deben recorrerlo a pie, solos.
En verdad no es lejos de donde los dejaron, sin embargo, es dentro del bosque hacia donde marchan.
Ni los búhos ni los grillos se atreven a sonorizar, y los paramos arrebolados callan más que un cementerio.
La soledad se empieza a transformar en aquella desconcertante sensación del peso de miles de miradas fantasmas.
Los cinco pueden sentirlo. Cada uno sigue su mecanismo de supervivencia; aprietan las ataduras del cuero que protege sus antebrazos, dejan caer el yelmo de sus cascos, se detienen a mirar cada ángulo de sus alrededores, revisan una y otra vez que sus instrumentos estén preparados, y Jakob se aferra fuerte a la empuñadura de su espada.
Por fortuna, logran llegar a su asentamiento de caza; una pequeña zona, que lograron despejar de árboles, al menos en un limite de su espacio.
Inician una fogata habitual y se alistan para la guerra. De la caja de madera, sacan tres corazones de cabra, y con una daga curvada, los abren y riegan su pestilente sangre alrededor, como cebo para los carroñeros.
El aroma de la carne muerta es uno que hasta ellos no pueden evitar notar, y al poco rato, son visitados por la primera criatura, un mirak; el cuerpo de un ciervo escuálido y pálido, astas negras como carbón y colmillos que salían de su hocico.
Se acercaba lentamente, con cuidado y con sus presas en los ojos. Warren cargo el virote en la ballesta, mientras se tensaba, la criatura se acercaba más y más, y cuando su gruñir se volvía amenazante, disparo justo en su cabeza. Por alegre que estuviera de que lo hubiera logrado sin esfuerzo, podían oír como las hojas secas se rompían bajo las pezuñas de otros tres como ese a espaldas de ellos, dos se acercaban por su izquierda y uno por la derecha y un par detrás del cadáver.
Los cinco vertieron el aceite sobre las hojas de sus espadas y las unieron en la hoguera, y al sacarlas, las llamas danzaban sobre el acero.
Fue con el grito salvaje del de astas mayores que todos atacaron.
Abel se enfrento a este alfa, quien lo embistió al suelo y sus dientes amenazaban con la cercanía sobre sus ojos. Apenas y lo contenía, agarrándole de los cuernos. De un empujón y jalón, lo lanzó a su lado, dándole una oportunidad para poder volverse a poner de pie, recupera su espada de su lado, y la clava de un golpe certero sobre su costado.
Marija lanzó corte a los ojos de uno, haciendo que cayera al suelo, sin embargo, el otro dio una mordida sobre ella, afortunadamente su antebrazo esta protegido y su mandíbula no llego a clavarse tan profundamente, y con su quijada concentrada en roerla lo tuvo quieto para poder clavarle su espada en el cráneo.
Garryk y Elliot ahuyentaron a los dúos que les acechaban con explosiones de chispas de las esferas de cristal cuando las lanzaron frente a ellos, y cuando retrocedieron en temor, fueron ellos los que estocaron y rebanaron con sus sables.
Jakob fue el que se tuvo que enfrentar a los tres al mismo tiempo, sus bufidos ardían con rabia. En su mano derecha sostenía su espada, en la izquierda la cadena de hierro. Cuando se acercaban al mismo tiempo, les lanzaba el azote de un extremo, y aunque eso los detuvo por un segundo, solo los hizo enojar aun más. Al final, decidieron atacar. Rápidamente lo tumbaron y cayó, entre los tres, las mordidas iban en todas partes de su cuerpo, eran tan feroces que empezaban a traspasarse de su armadura, podía sentirse sangrar de cada punzada de dolor. Aun así, no estaba dispuesto a rendirse, y con los nudillos metálicos, golpeaba para librarse.
Cuando Warren vio a Jakob a la merced de los mirak empezó a disparar más tiros de la ballesta. A uno le dio en la espalda, otro le logro dar en una de sus piernas, con el tercero, sin embargo, con el último, estaba tan cerca de Jakob que no podía arriesgarse a dar el tiro sin las posibilidades de llegar a lastimarlo.
Con el momento libre que tiene, puede pelear, y de un rodillazo, lo derriba y se vuelve a poner sobre sus pies. No tiene idea de donde esta su espada, la cadena esta atada alrededor del cuello del de la pierna lastimada, en desesperación y necesidad, se cubre la mano izquierda de aceite y la mete al fuego. Quema y arde, pero ese es el punto, y entonces se abalanza sobre la criatura y pone su mano sobre su rostro.
Se agita, tambalea y pelea, pero el agarre de Jakob es más fuerte, y su mano golpea con fuerza e ira, se sumen sobre su piel y con cada impacto, rompe más sus huesos. Su mano sufre mucho, pero tiene que imponerse ante esto.
Al fin, deja de moverse.
El vigor y la sangre consumen la llama que envolvía su puño.
Cuando mira a los otros dos que estaban heridos, ellos se regresan arrastrándose, lejos de él, claro que el resto no les iba a dejar irse tan fácilmente, lanzándoles todo lo que les quede.
Cuando al fin parece haber cesado el combate, se toman un momento para atender a su amigo. Bajo los guantes de piel, sus manos están cubiertas de quemaduras y sus dedos cubiertos de ceniza. Bajo su armadura, cortadas que corren con carmesí.
Un rayo de luz golpea los ojos de Abel, y al levantar la mirada, puede ver el inicio del cielo rojizo del amanecer.
El alivio de saber que sobrevivieron a otra noche no puede expresarse sin ser minimizado.
Con la hoja lavada de la daga, la ponen contra el fuego, y cuando esta tan caliente que brilla naranja, la pone contra sus heridas hasta que cicatricen.
El dolor se lo guarda en gruñidos, el siseo calórico pinta su piel oscura, la sangre no corre más.
Cuando regresan al reino, las personas empiezan a salir de su casa y los reciben con gratitud, Katrine se envuelve con Jakob, volviendo a sentir la paz que no sentía desde la mañana. Por mucho que quisiera poder decir que todo ha terminado, tiene una ultima cosa que hacer.
Sube a la cima de la torre más alta de Phalkos y apaga el brasero.
Desde el inicio del solsticio de invierno, cuando el sol tarda en salir y se oculta temprano, vivir se ha vuelto una complicación en todo el continente, las noches son peligrosas y han crecido mortales. El ocaso se vuelto una hora de duelo, la oscuridad llama a los seres más salvajes, y en estos momentos, buscan una luz que los guíe, este es su ritual de fuego.
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